domingo, 5 de julio de 2015

La batalla de Adrianópolis.


Tras la muerte de Juliano el Apóstata en el año 363, durante una campaña contra los persas, una nueva dinastía ascendió al trono imperial de Roma: los Valentinianos. El primero de ellos, Flavio Valentiniano, era un cristiano procedente de Panonia (en la actual Hungría), de origen humilde e inculto, pero que pertenecía a una prestigiosa casta militar.

Tras su elección como emperador, en 364 asoció a su hermano Flavio Julio Valente al gobierno de Oriente. Ambos dedicaron todos sus esfuerzos a reorganizar la defensa en las fronteras frente a la creciente presión de los pueblos «bárbaros» que vivían más allá del Danubio; una presión que, a ojos de muchos romanos, estaba poniendo en riesgo la supervivencia misma del Imperio.

En el año 375, Valentiniano se encontraba en el Danubio luchando contra los cuados, el mismo pueblo que décadas atrás había desafiado a Trajano. Poco antes uno de los jefes cuados, Gabinio, había sido asesinado en un banquete por los romanos, con lo que sus compañeros enviaron una embajada a la colonia militar romana de Brigetio (la actual Snözy, en Hungría), donde se encontraba el emperador. Allí plantearon una serie de exigencias que resultaron intolerables para los romanos. De naturaleza irascible, Valentiniano montó en cólera y, según el historiador Zósimo, «al subirle a la boca un flujo de sangre que le oprimió los conductos de la voz, falleció».

La muerte de Valentiniano dio un nuevo empuje a otros pueblos del Danubio. De ellos, el más importante era el de los godos, llamados gutones, géticos o getas por los romanos. Originarios del norte de Europa, según el historiador Jordanes habían emigrado hacia el mar Negro, donde colonizaron antiguos territorios escitas. A lo largo de los siglos III y IV, los godos protagonizaron constantes incursiones violentas en las provincias romanas, hasta que en el año 369 el hermano de Valentiniano, Valente, llegó a un pacto de no agresión con Atanarico, rey de una rama de los godos, los llamados tervingios. Muy poco después, sin embargo, la situación se volvió de nuevo inestable a causa de la presión ejercida por los hunos, un nuevo pueblo procedente de las estepas que los historiadores romanos definieron como salvaje y de gentes deformes. Los hunos sometieron amplios territorios y desencadenaron la huida de otros pueblos bárbaros –sármatas, alanos, godos greutungos…–, que fueron aproximándose al limes (frontera) romano.


Promesas incumplidas

En el año 376, grupos de godos tervingios al mando de los caudillos Alavivo y Fritigerno –distintos de los dirigidos por Atanarico– solicitaron al emperador instalarse dentro del Imperio como pueblos «federados», esto es, comprometidos a suministrar tropas para la defensa de la frontera a cambio de un stipendium o salario. El historiador Amiano Marcelino habla de «multitudes innumerables de gentes», aunque no puede determinarse la cifra exacta.

En todo caso, eran formaciones de guerreros que viajaban con sus familias, sus caballos, ganados, enseres y carretas de madera, y vivían de aquello que podían comprar o depredar entre las poblaciones por donde pasaban.

Sin embargo, el traslado de los godos a sus nuevas tierras estuvo rodeado de toda clase de penalidades. Durante varios días con sus noches, los godos trataron de pasar el río Danubio, apiñados en naves, barcas y troncos de árboles, pero muchos se ahogaron. Además, las autoridades romanas no cumplieron con el compromiso de garantizar su abastecimiento e incluso se aprovecharon de la situación desesperada en que cayeron los godos. Como cuenta Zósimo: «Cuando los bárbaros que habían sido conducidos a esas regiones lo estaban pasando mal por la falta de alimento, estos abominables generales planearon comerciar del siguiente modo: reunieron todos los perros que su ambición pudo hallar por cualquier parte y se los entregaron a cambio de obtener un esclavo por cada perro, dándose incluso el caso de que, entre éstos, figuraban hijos de los nobles bárbaros». En fin, los mismos oficiales romanos que debían escoltarlos por las fronteras hasta su destino final se dedicaron a elegir mujeres hermosas, capturar a muchachos y procurarse siervos. Al actuar así descuidaron comprobar que los godos entregaban todas sus armas, una de las condiciones que el emperador Valente les había puesto para admitirlos en el Imperio.

Los godos se asentaron cerca de Marcianópolis (la actual Devnja, en Bulgaria), centro militar del dux Máximo y el comes Lupicino. Allí el descontento prendió pronto entre los recién llegados, a lo que se sumó la entrada de otro contingente de godos greutungos que habían sido excluidos del pacto con Valente y que lograron traspasar el limes aprovechando que las tropas romanas estaban concentradas en el traslado de sus compañeros. Ante una situación cada vez más tensa, Lupicino invitó a un banquete a Alavivo y Fritigerno, con la intención de utilizarlos como rehenes. Fue entonces cuando los godos que estaban fuera de la ciudad se rebelaron, matando a un buen número de romanos. Fritigerno se ofreció a apaciguar a sus compatriotas, y así logró salvar la vida; Alavivo, en cambio, fue asesinado. A partir de este momento, las huestes godas se lanzaron a saquear Tracia y asesinar a los habitantes de sus aldeas.


La reacción del Imperio

Las autoridades romanas reaccionaron con celeridad para intentar apagar el incendio. Valente desplazó tropas del frente persa y de Panonia a Tracia, obtuvo refuerzos de su sobrino Graciano, el nuevo emperador de Occidente, y pudo así emprender la campaña para someter a los belicosos godos. Sin embargo, su ejército sufrió una humillante derrota en Ad Salices, cerca de Marcianópolis, frente a contingentes de diversos pueblos bárbaros que se lanzaron a la lucha, según Amiano, «expresándose cada uno en su propia lengua». Valente hubo de enviar nuevos refuerzos y él mismo partió de Constantinopla para asumir en persona el mando de las operaciones.

Llegado a Nicea, a Valente le informaron de que los godos que se encontraban en los alrededores de Adrianópolis y en las cercanas Beroea y Nicópolis habían huido ante el empuje del ejército imperial. El emperador se dirigió entonces hacia Adrianópolis, dispuesto a buscar una batalla decisiva contra las huestes godas. Impaciente por lograr una victoria que creía fácil, no quiso esperar la llegada de los refuerzos enviados por Graciano ni de las legiones de Marcianópolis y Durustorum (la actual Silistra, en Rumanía), y rechazó la oferta de paz que el caudillo godo Fritigerno le transmitió a través de un sacerdote cristiano. Se dispuso así a enfrentarse a la gran confederación de godos, hunos, sármatas, alanos y desertores romanos que se les unieron, todos bajo la dirección de Fritigerno, Alateo y Safrax. Los informadores de Valente le dijeron que todos ellos no sumaban más de 10.000 combatientes, un error de cálculo que acabaría resultando fatal para el emperador.

Los romanos contaban con su prestigiosa infantería, que luchaba con la espada larga, la cota de malla y la jabalina, mientras que los bárbaros confiaban en su caballería, experta en el manejo de la maza, el arco y las flechas con puntas de hierro o de hueso afilado y la honda. En la práctica, la distinción entre las tropas de uno y otro bando no era absoluta. Los romanos contaban también con tropas auxiliares de caballería de origen bárbaro, mientras que los godos y sus aliados disponían de las espadas y lanzas robadas a los romanos vencidos. Los godos deseaban que pasara el tiempo mientras no llegaban otros contingentes, pues confiaban en que los romanos se irían debilitando por el hambre, la sed y el calor, aumentado por los fuegos provocados por ellos. Pero el 9 de agosto de 378, Valente se dirigió con sus tropas al campamento godo.

La caballería romana se colocó en los flancos cubriendo a la infantería, que estaba más retrasada. Al parecer, comenzaron el combate los arqueros del ala derecha de la caballería, pero fueron vergonzosamente derrotados por los jinetes greutungos y alanos, que «asolaron y abatieron a todo el que se encontraron a su paso en su veloz ataque». Al mismo tiempo, la infantería bárbara atacó de frente a la romana con flechas y jabalinas, descomponiendo su formación, y la caballería goda, por su parte, atacó el flanco de caballería izquierdo de la formación romana, que fue aniquilada. «Finalmente, nuestras líneas cedieron ante el empuje de los bárbaros –escribe Amiano–. Algunos cayeron sin saber quién les golpeaba, otros se vieron sepultados por los perseguidores, y algunos perecieron por una herida causada por los suyos». El campo de batalla quedó sembrado de cadáveres mientras los supervivientes emprendían la huida.


La muerte del emperador

Una de las víctimas de la batalla fue el propio emperador Valente, cuyo cuerpo nunca fue encontrado. No se sabe exactamente cómo murió. Según una versión, fue alcanzado por una flecha enemiga en plena batalla y luego los godos habrían desvalijado su cadáver, que habría quedado sin identificar. Según otra versión, menos honorable, Valente murió durante la huida, junto a algunas unidades de veteranos, al refugiarse en una cabaña de madera; como los enemigos no pudieron asaltarla, la incendiaron y su cuerpo calcinado nunca se recuperó. Además del emperador murieron los generales Sebastiano y Trajano, muchos tribunos, la mayor parte de sus soldados y algunos cargos palatinos. Los escasos supervivientes pidieron asilo en Adrianópolis, donde estaba el tesoro imperial, pero sus habitantes se lo negaron por miedo a que entrara el enemigo. En efecto, los godos asediaron la ciudad durante varios días, pero luego se dispersaron por las provincias e intentaron tomar Constantinopla.

El historiador Zósimo cuenta cómo recibió Graciano, el emperador de Occidente, la noticia del desastre de Adrianópolis: «Víctor, el comandante de la caballería romana, consiguió escapar al peligro con un pequeño número de jinetes y se lanzó en dirección a Macedonia
y Tesalia, desde donde remontó hasta Mesia y Panonia para anunciar a Graciano, que permanecía en estos parajes, lo ocurrido, así como la destrucción del ejército y del emperador. Éste no sintió gran tristeza por la muerte de su tío, pues uno y otro se miraban con cierto recelo». En cambio, Graciano comprendió enseguida la gravedad de la situación: «Ocupada Tracia por los bárbaros en ella asentados, sacudidas Mesia y Panonia por los bárbaros de esa zona, atacando los pueblos transrenanos las ciudades sin obstáculo alguno, reconoció que por sí mismo no alcanzaría a manejar la situación, por lo que eligió corregente a Teodosio que, oriundo de Galicia, en Iberia, de la ciudad de Coca, no era ajeno a la guerra ni carecía de experiencia en el mando militar». Designado por Graciano en 379 emperador de Oriente, Teodosio conseguiría recuperar el control de la frontera danubiana, venciendo a los godos y asentándolos mediante pactos en el Imperio. Así borró para siempre de la historia el recuerdo de la humillación de Adrianópolis.

Rosa Sanz Serrano. Catedrática de Historia Antigua. Universidad Complutense de Madrid, Historia NG nº 134.

Bibliografía
El día de los bárbaros. La batalla de Adrianópolis. Alessandro Barbero. Ariel, Barcelona, 2007.
La caída del Imperio romano. A. Goldsworthy. La Esfera de los Libros, 2009.
Historia de los godos. R. Sanz Serrano. La Esfera de los Libros, 2009
El saqueo de Roma por los godos. Historia National Geographic 82.

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