miércoles, 29 de abril de 2015

Los bárbaros Visigodos.


La tensión entre Civilización y Barbarie, entre centro –donde transcurre y se hace la Historia- y periferia –al margen de la corriente histórica-, acompaña al mundo romano desde su misma formación; de hecho, la obra cultural de Roma se realiza históricamente sobre territorio bárbaro, el cual es incorporado mediante la Romanización, esto es, la integración al ser histórico latino. Así será, al menos, hasta el momento en que el Imperio no pueda continuar su expansión, cosa que ocurre en el s. III como ya dijimos. El contacto con la barbarie, pues, constituye un problema secular de Roma y, en cierta manera, consustancial a su historia; por tanto, no debemos considerar las llamadas “invasiones” de los siglos cuarto y quinto como un capítulo aislado, y menos como un hecho sin precedentes.

Después de recorrer el Imperio de un extremo a otro, los visigodos firmaron un foedus con Roma, instalándose en Aquitania, donde se formó el primer reino germánico en suelo imperial: el Reino Visigodo de Tolosa (418-507). Los éxitos militares de los primeros reyes –que combatían a otros bárbaros en nombre de Roma- fueron acrecentando su prestigio y consolidando su poder, mientras el Imperio declinaba irremediablemente. Con Eurico (466-484) el reino llegó a su apogeo; no sólo de su época data la expansión hacia la Tarraconense sino, más relevante aún, comenzó una labor legislativa, en latín, que, teniendo su punto de partida en el llamado Código de Eurico (c.476), se prolongó a través de toda la historia visigoda, culminando en la promulgación del Liber Iudicum o Fuero Juzgo en el siglo VII, base de la legislación hispánica. Los visigodos, así, asumieron el legado jurídico de la Roma del Bajo Imperio, creando un derecho con personalidad y rasgos propios, tanto por su contenido como por su construcción. El reino de Tolosa significó estabilidad en la sucesión real basada en el principio hereditario, la existencia de una corte real fastuosa, sedentarización definitiva y profundización en el proceso de romanización. El año 507, con el desastre de Vouillé, marcó el fin de la etapa tolosana y el comienzo de la toledana.

Instalada la corte en Toledo, y después de un período de asentamiento y organización, el reino habría de conocer períodos de grandeza, pero tras lo cual se ocultaban los gérmenes de su propia disolución. Con Atanagildo (555-568), que se hizo con el poder usurpándolo –llamando en su apoyo a los bizantinos, que habrían de quedarse hasta el 625 en el sur y levante de la Península- nace una tímida conciencia de unidad, expresada en la centralización del poder como contrapeso frente a los particularismos y divisiones del reino. Leovigildo (568-586) buscó incansablemente la unidad fortaleciendo la monarquía, anexando al Reino Suevo (585), restándole presencia a los bizantinos y, por otra parte, intentando superar las divisiones entre católicos hispanorromanos y godos arrianos, procurando transformar la doctrina de Arrio en religión oficial, política que resultó un completo fracaso. La rebelión de su hijo Hermenegildo no hizo sino agravar la situación. Su otro hijo, Recaredo (586-601), recogió la experiencia de sus antecesores y, en el III Concilio de Toledo (589), proclamó su conversión al catolicismo. Habiendo vencido una mínima resistencia arriana, el reino todo se convirtió siguiendo a su rey. A partir de entonces, los concilios toledanos se transformaron en una institución esencial del reino, prácticamente una asamblea constituyente, llegándose a convocar, después del 589, otros quince concilios hasta el año 704. Se había llegado, así, a la fórmula “un rey, un pueblo, una religión”, lo que podríamos denominar como un “estado confesional”, con una fuerte compenetración entre la monarquía y la iglesia. Aparte de temas de incumbencia política, los concilios trataban materias propiamente eclesiásticas; por ejemplo, en el III Concilio se estableció una reforma al Credo (el filioque) que, aceptado más tarde por la Iglesia de Roma, habría de provocar serios problemas con Bizancio. Famoso es también el IV Concilio (633) que estableció el principio de la elección del rey, mecanismo que debe entenderse como ultima ratio y orientado a terminar con las usurpaciones del trono y el asesinato de los reyes; es por ello que durante mucho tiempo pareció ser “letra muerta”. De hecho, la única elección canónica que conocemos fue la de Wamba (672-680); pero es indudable que a la Iglesia le cupo un rol destacado en la moralización de la Monarquía.

El IV Concilio fue presidido por una de las personalidades más notables de la época: San Isidoro de Sevilla (c.560-636). Prolífico escritor, una de sus obras más conocida es una enciclopedia ordenada por temas, las Etimologías, el libro más copiado en la Edad Media después de la Biblia, lo que nos habla ya del importante legado cultural visigodo. El Hispalense escribió además opúsculos dogmáticos, interesantes epístolas, y fue el primer gran historiador de los visigodos. Su historia de los godos se abre con una loa a Hispania en la cual se identifica nítidamente y por vez primera al pueblo godo con la Península Ibérica: pueblo y territorio, verdadera noción de patriotismo hispanovisigodo.

En la segunda mitad del siglo VII el reino se vio enfrentado a problemas de índole religiosa, particularismos regionales, un proceso de protofeudalización que promovió lealtades personales y no institucionales, catástrofes naturales hacia el fin de la centuria y comienzos de la siguiente que afectaron las cosechas, y los permanentes problemas de sucesión, todo lo cual nos lleva a considerar que la unidad completa del reino fue más bien una aspiración que una sólida conquista. Así, cuando los musulmanes llegan a la Península (711), no encuentran gran resistencia y, en pocos años, se hacen con el poder . Muchos visigodos huyeron hacia el norte, donde se formarán los primeros reinos hispánicos (Asturias, León); otros, llegaron incluso al Reino Franco, donde encontraron acogida y un suelo fértil para que su acervo cultural diera allí sus frutos.

El legado visigodo en el arte y la arquitectura es difícil de evaluar, puesto que la mayor parte de sus monumentos fueron destruidos. Sin embargo, algunos edificios preservados en el norte peninsular nos hablan de una cierta originalidad arquitectónica –es el prerrománico-, destacándose el uso del arco de herradura, que se hará tan conocido en la arquitectura hispanoárabe. En el plano intelectual, ya hemos señalado la importancia de la Era Isidoriana. Por otra parte, la unción de los reyes fue una costumbre que se inició en el año 672 con el rey Wamba, ceremonia que se transmitió después a otras monarquías europeas. En el plano jurídico, el derecho visigodo se vio proyectado en la obra legislativa de Alfonso X el Sabio, en sus Siete Partidas que datan del siglo XIII. Pero fue tal vez la noción de unidad peninsular (religiosa, jurídica, política, territorial) su legado más profundo, y aunque nunca la lograron cabalmente, la dejaron como una rica herencia histórica, una aspiración que se verá renacer más tarde en el Reino de Asturias.

José Marín

0 comentarios:

Publicar un comentario